06 enero, 2010

Confesiones

-Ave María purísima.

-Sin pecado concebida.

-Padre, vengo a pedir confesión.

-Cuéntame hija, pues tengo los oídos abiertos y, con ellos, Dios te escucha.

-Verá Padre, llevo mucho tiempo sin tomar confesión, dos años por lo menos.

El religioso observó tras la rejilla de madera. Una mujer joven, de cabello oscuro y bien vestida podía advertirse en las sombras.

-En estos dos años, he cometido muchos pecados. Tantos que no puedo recordarlos todos. He intentado hacer un examen de conciencia y apenas llego a la mitad. Cambié los rezos nocturnos antes de acostarme por la diversión y las borracheras. Conocí a personas que nunca hablan con Dios y me guiaron por caminos desconocidos. Esos caminos, Padre, me atrajeron. Deseé más y más. No me conformaba con una copa de vino o un solo hombre. Conocí formas de pecar que no conocía antes. Fui tentada y no tuve la fuerza o la voluntad de negarme.

Padre, aún recuerdo cuando iba al colegio con un polo y una falda impolutos y una coleta recogida y las monjas me enseñaban cómo debía comportarme. Me pregunto cómo me transformé, cuándo ocurrió. Me pregunto si me convertí en una mujer impura poco a poco o si tuve el mal siempre latente en mi interior y algo lo ha desencadenado.

El hombre escuchaba atento. Se dio cuenta de que aquella mujer buscaba algo más profundo que una confesión, buscaba una reflexión, un camino correcto. Era la oveja negra que buscaba de nuevo a su rebaño y él era el pastor adecuado.

-Hija, ¿cuáles han sido tus faltas?

-Padre, todo empezó cuando terminé en el colegio de monjas. Empecé a ir a lugares donde compartía clases con chicos. Aquellos chicos tenían un magnetismo que no podía frenar y deseaba continuamente estar en privado con ellos. Comprendí qué era la tentación en toda su plenitud, más allá de un simple capricho. La curiosidad mató al gato, dicen, y yo fui asesinada por mi curiosidad. Acuchillada, cosida a puñaladas de carne que se clavaban en mi con vigor y me hacían desearlas más, más fuertes y en mayor cantidad. Conocí a todos los chicos de mi clase antes de que acabara aquél curso, Padre.

-¿Te refieres a conocer en sentido bíblico?

-Sí, Padre. Aquello me gustó padre, me gustó y me hizo sentirme sucia, por dentro y por fuera. Dejé de ir a misa en busca de la palabra de Dios y comencé a ir a los bares en busca de los labios de los hombres, de sus cuerpos y sus miembros. Me dejé llevar sin control, los pensamientos impuros inundaban mi cabeza a todas horas, en clase, en la calle, en casa, en las tiendas... Incluso estando ahora así, de rodillas frente a usted, frente a Dios... recuerdo haber cometido actos impuros en esta misma posición.

Aquel hombre de fe escuchaba con atención todas aquellas palabras infernales en su cabina de madera centenaria y oscura. Pensó que tenía frente a sí un difícil caso. ¿Cómo perdonar tanto pecado? Desde el punto de vista terrenal parecía imposible; pero Dios es todopoderoso y misericordioso con sus hijos. Puede perdonar todos esos pecados de carne de esta mujer desdichada, pero pobres de aquellos chicos que también habían caído en la tentación y no habían tenido confesión, pues caerán a las llamas del infierno.

-Padre, me da vergüenza decirlo...

-Hija, no tengas miedo. Dios te perdonará. No tengas vergüenza en confesar, pues él ya te ha visto.

-Padre, no vine a confesarme exactamente. Vine a pedirle ayuda. No puedo dejar esta vida sola. Le digo a usted mis pecados y el mero hecho de recordarlos... me tienta de nuevo al pecado. Padre, siento la tentación en mi interior, ahora mismo.

La gruesa y oscura rejilla no dejaba ver bien, pero aquella mujer pecadora estaba nerviosa. Tapaba con su pelo y un pañuelo, cogido con la mano, parte de su cara por temer ser descubierta. Si fuese una mujer recatada y formal, habría tenido ambas manos a la vista para cubrirse con ellas. Pero sólo una estaba visible, pues la otra estaba calmando su tentación bajo la cintura, bajo la ropa de mujer de bien que llevaba aquél día. Pecaba sobre suelo sagrado, frente a un hombre sagrado, frente a la mirada de Dios sin poder evitarlo. Estaba endiabladamente excitada, pues era el mismo Satán quien movía sus dedos sobre el sexo palpitante, caliente y húmedo. Podía notar cómo sus dedos eran llevados por una fuerza desconocida y dominante de su voluntad.

-Pero hija, ¡qué me cuentas! Estamos en la casa de Dios. ¡Cálmate por Dios!

Cura desde hacía 13 años, también había sido joven cordero descarriado. Conocía las armas de Lucifer y sabía que un hombre debía ser muy fuerte para evitar ser herido por ellas. Y él era débil, débil como la mayoría de los hombres. Su fe era enorme y pura y su corazón generoso y bueno, pero su debilidad era grande, tan grande como su fe y tan grande como su virilidad, erguida a través de la cremallera de su pantalón, a través de su negra sotana.
Aprovechando la privacidad que ofrecía el confesionario, con la cortina echada y la oscuridad tras la rejilla, el hipócrita había sido sorprendido por aquellas palabras lujuriosas en su oído mientras practicaba su propia lujuria. Y no temía dar confesión a aquella chica, sino ser descubierto en pecado por ella, pues se había excitado tremendamente al oir aquello mientras frotaba el turgente miembro que Dios le había dado y había notado su voz temblorosa.

-Padre, aquí de rodillas, sometida, estoy deseando sentir la virilidad fuerte de un hombre, incontenida. No sabe usted qué cosas he hecho, no sabe hasta qué punto lo estoy deseando.

La mujer estaba apoyada sobre la madera. Disimuladamente frotaba sus pechos sobre el apoyo para sentir el fuego de sus aureolas y la dureza de sus pezones al rozar. Su corazón, su dedo, tocaba el interior del coño húmedo y se movía hacia la vulva, ofreciéndole un placer inmenso al frotar al mismo tiempo el clítoris y la vagina. El primero palpitaba, lleno de sangre y duro; la segunda se movía hambrienta, necesitada de carne. Un segundo dedo, el anular, se unió al insulto a lo sacro. Su boca deseaba carne, deseaba polla caliente, necesitaba el calor húmedo de un hombre atravesando sus labios lascivos.

-Hija, cuéntamelo, pues así sabré calcular una penitencia adecuada a tanto pecado.

La mano se movía hacia arriba y hacia abajo, recorriendo la polla turgente y de punta húmeda. Como buen hombre de Dios, éste lo había dotado con una buena cantidad de centímetros, una gran distancia para la mano, un gran miembro capaz de atragantar a mujeres como aquella, devoradoras de carne y sedientas de leche. El hombre imaginaba todo aquello que la mujer contaba: aquella vez que utilizó hortalizas y diversos objetos, aquella vez que devoró a dos hombres durante el coito con un tercero, aquella vez que fue desvirgada por el sitio prohibido, aquella vez que cayó en el pecado de la homosexualidad... Todas aquellas veces que probó y quiso repetir; y repitió.

La mujer sintió el placer inmenso del orgasmo, follada por sus recuerdos, por la voz del religioso, follada por su mente como si hubiese sido follada por el mismo Dios. O el mismo Satán. Casi se cae por tambalearse sobre el acolchado donde sus rodillas estaban apoyadas. Con una mezcla de sentimientos, de placer y arrepentimiento, quiso dar por terminada su confesión. Daba igual qué dijera el cura, pues ella sabía que iría al infierno por muchas confesiones que hiciese. La tentación era muy grande y ella caía una y otra vez, y otra. Arrepentida de verdad, sucia y pecadora, pero con una satisfacción tan grande que volvería a dejarse caer cuando pudiera.

-Hija, muchos y muy graves son tus pecados. Hay mucha impureza que limpiar en tu cuerpo. Reza 4 Avemarías y 4 Padrenuestros, vuelve al rezo antes de dormir y vuelve a la misa del domingo. Deja el camino ancho y fácil y vuelve de nuevo al camino de Dios, que es duro y estrecho, pero te llevará al cielo, tenlo por seguro. Dios te perdonará.

Más hubiera tenido que limpiar su cuerpo impuro si hubiera estado delante de él cuando descargó su blanca e inmaculada corrida, insultante y blasfema hacia Dios, abundante por la falta de hábito. El religioso limpiaba su ropa al mismo tiempo que limpiaba la impureza de aquella mujer. Aún excitado, pensó que esta noche tendría una larga conversación íntima con el Supremo; pero también deseó que aquella mujer tuviera pronto nuevos pecados que confesar.

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